domingo, 30 de marzo de 2008

DIARIO DE VIAJE DE LA INMIGRANTE: LA VISITA A LOS DE ALLÍ



29 de marzo de 2008

PERDÓN

Me fui de Argentina, y al poco tiempo también se fue mi hermana. De un día para el otro, mis padres se habían quedado sin hijas, y no les quedó más remedio que reemplazarnos con clases de baile, reuniones más asiduas con amigos, trabajo y trámites, muchos trámites (en Argentina, la vida es un trámite y uno de los mayores enemigos: la burocracia).

Un inmigrante puede contar sus peripecias y sentimientos al recomenzar su vida en un nuevo lugar, pero difícilmente pueda vivir lo que le pasa a la gente que ha dejado.

(Voy a tratar de ponerme en el lugar de esa gente; ayer, mientras rodábamos las últimas imágenes de Ecuapop, percibimos esa congoja dual, vi la angustia de los que se quedan, y todavía la estoy contrastando con el dolor de los que nos hemos ido).

Los que se quedan se sienten orgullosos de los logros (o las mentiras) que nosotros los inmigrantes les contamos, y les relatan a sus amigos y familiares (aplicando una dosis variable de exageración, dependiendo del receptor) los éxitos de los que emigramos. Claro que cuando están solos y recapitulan lo que hablamos por teléfono, dijimos en el chat o la videoconferencia, les cuesta respirar porque se les hace un nudo bien sujeto en el estómago, un nudo tenso y revulsivo que les hace vomitar las nuevas palabras que vamos incorporando a nuestra jerga habitual, las ciudades o pueblos donde nos estamos acostumbrando a vivir y los nombres de las nuevas personas con las que estamos comenzando a compartir.

Así es que los que se quedan, aparte de odiar a los enemigos de la vida cotidiana, odian los aeropuertos, las maletas, los dormitorios y las sillas vacías, los lugares donde estudiamos, las empresas donde trabajamos, los policías que no nos defendieron, los ladrones que nos robaron, los políticos que elegimos y no cumplieron, las frases que decíamos y que perdimos, los…, las…

El tiempo pasa: ellos se acostumbran a odiar, a extrañar y a reemplazar; mientras que nosotros, inmigrantes ya asentados, nos aburguesamos.

¿Qué? ¿Que no generalice? Tienen razón. Esperen un momento mientras paso este texto por el tamiz de la relatividad.

YA ESTÁ.

Cuando me fui de Argentina, al poco tiempo también se fue mi hermana. De un día para el otro, mis padres se habían quedado sin hijas, y no les quedó más remedio que reemplazarnos con clases de baile, reuniones más asiduas con amigos, trabajo y trámites, muchos trámites (en Argentina, la vida es un trámite y uno de los mayores enemigos: la burocracia).

Mi familia y amigos se sienten orgullosos de los logros (o las mentiras) que les voy contando, y éstos les relatan a sus amigos y familiares (aplicando una dosis variable de exageración, dependiendo del receptor) mis grandes éxitos. Claro que cuando están solos y recapitulan sobre lo que hablamos por teléfono, dijimos en el chat o la videoconferencia, les cuesta respirar porque se les hace un nudo bien sujeto en el estómago, un nudo tenso y revulsivo que les hace vomitar las nuevas palabras que he ido incorporando a mi jerga habitual, la ciudad donde me estoy acostumbrando a vivir y los nombres de las nuevas personas con las que estoy comenzando a compartir.

Así es que los que dejé, y aparte de odiar a los enemigos de la vida cotidiana, odian los aeropuertos, las maletas, mi dormitorio vacío, los lugares donde estudié, las empresas donde trabajé, los policías que no me defendieron, los ladrones que me robaron, los políticos que voté pero no fueron elegidos, las frases que decía y que dejé de decir, los…, las…

El tiempo pasa: ellos se acostumbran a odiar, a extrañar y a reemplazar; mientras yo, inmigrante ya asentada, me aburgueso no tan lentamente.

Los inmigrantes vivimos con ese constante sentimiento de culpa, esa sensación de que hemos hecho sufrir a todos nuestros seres queridos. (Lo siento, otra vez caí en las generalizaciones).

Vivo con ese sentimiento de culpa, esa sensación de que hice y hago sufrir a todos mis seres queridos. Por eso, no es fortuito que haga Ecuapop junto a Víctor y Alfredo.







Mientras tanto: pido que me perdonen.

1 comentario:

valeria dijo...

La culpa es compartida,es decir, la siente tanto el que se queda como el que se va. Los seres humanos y especialmente el género femenino es culposo.
Lo peor que sufre el inmigrante es el sentimiento de desarraigo, tal vez esta palabra resuma todos los sentimientos que estás describiendo. Pero puedo asegurarte que hay personas que lo sufren más que otras.
Igualmente todos tenemos derecho a elegir nuestro lugar en el mundo, sin culpas.
Adelante! Me gusta todo lo que escribís, lográs que lo podamos vivir.